Tras abandonar la red de redes por unas horas y de pronunciar un discurso realista entre el rancio protocolo de los nostálgicos, el rigor de los ceremoniosos y la frivolidad de los fanáticos, Obama no ha esperado ni un día para afrontar el cumplimiento de una de sus medidas de mayor calado por la ruptura con la etapa reaganiana que su nombramiento ha supuesto. El proceso que se inicia para el cierre de Guantánamo colma las reclamaciones de los países aliados de Estados Unidos cuya colaboración parece que Obama está dispuesto a recuperar y, además, legitima a Estados Unidos de cara a las complicadas relaciones que mantendrá a nivel internacional.
Pero por afortunada que sea la decisión, las dificultades que se avecinan respecto a la clausura de esta prisión ilegal, así como el tiempo que transcurrirá hasta que se produzca en la práctica, constatan una máxima temible: emprender una actividad delictiva es mucho menos costoso que optar por el acatamiento de las leyes.
A Obama, al que le espera un problema cada vez que descuelgue el teléfono, se le debe empezar a juzgar por sus actuaciones. Comienza el tiempo de ir confrontando las expectativas con los logros; principia el cuatrienio, a cuyo vencimiento se tornará en el interventor meticuloso e implacable de su tarea, que desembocará en el cotejo de las verdades con los artificios. Que el incienso del Capitolio no se convierta sólo en humo, ni en densa niebla, máxime después de tomar la palabra en el nombre de Dios, lo que avala que estamos ante un hombre de profundas convicciones, y de insistir en ponerlo como testigo de una historia que, con los números rojos de la crisis y la sangre escarlata de las guerras, acaba de empezar a escribir. Si cumple lo que dice, que la Providencia y toda su miríada de súbditos se lo premien; si no, que se lo demanden.
0 comentarios:
Publicar un comentario