
Mariano Rajoy apareció en los estudios Buñuel con una imagen más cuidada, lejos del cierto desdén que le condenaba y todavía lo hace de vez en cuando. Pertrechado de un bolígrafo Bic para mantener una gesticulación pausada y evitar los aspavientos y, sobre todo, con la lección bien aprendida: se trataba de mostrarse cercano y conocedor de las realidades que los ciudadanos enfrentan y no de utilizar el programa como arma arrojadiza contra el Gobierno, pues para ello están el Parlamento, los actos de partido, casi cualquier otra ocasión y sus subalternos.
Así que, con esas, Rajoy trató de no salirse del papel de hombre cabal y responsable. Se hartó de comenzar sus intervenciones poniéndose en el lugar del entrevistador de turno (“Yo he estado”, “yo he hecho”, “conozco”…), que por momentos no dio tregua al jefe de la oposición. Recordó el nombre de todos ellos para dirigirse personalmente, hizo un guiño, con más o menos éxito, a un electorado hostil como el catalán (“bona nit” dijo) y aunque sin demasiado énfasis, no puso reparos en reconocer errores pasados y tender puentes de colaboración con el Gobierno, eso sí, previa rectificación del Ejecutivo, (“yo pido perdón ahora”, “Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo con el gobierno en materia económica”).
Según los cálculos de Rajoy, al que ayer también le reprocharon que cómo era posible que no fuera por delante en las encuestas yendo el país tan mal, para la segunda mitad de 2010 se han de celebrar elecciones generales. La insistencia por alejarse de la crispación, al menos en las formas, ya se ha visto como una fórmula recomendable para la conquista del poder. Rajoy, ayer dio la sensación de que había entendido ese mensaje. Y la audiencia, también.